Aventura y Naturaleza
De Vinos y Grados: La Fascinante Evolución del Termómetro a Través de los Siglos
2025-07-10

En el devenir histórico de la ciencia y la medicina, la búsqueda por comprender y cuantificar los fenómenos del cuerpo humano ha sido una constante. Un claro ejemplo de ello es la evolución de los métodos para medir la temperatura corporal, una necesidad fundamental para el diagnóstico y tratamiento de enfermedades. Lejos de los sofisticados dispositivos actuales, el siglo XVII fue testigo de ingeniosos intentos por parte de mentes visionarias, quienes, con recursos limitados, sentaron las bases para lo que hoy conocemos como termometría. Es un viaje fascinante desde la mera percepción táctil hasta la precisión numérica, donde incluso el vino tinto jugó un papel inesperado y crucial.

Durante siglos, la medicina se apoyó en la observación y la intuición para evaluar la salud de los pacientes. Antes de la aparición de cualquier instrumento de medición, los galenos dependían de sus sentidos: el tacto para percibir el calor de la piel, la observación del aspecto general del enfermo y la interpretación de síntomas vagos. La fiebre, por ejemplo, se entendía más como un desequilibrio interno de los humores corporales (bilis, flema, sangre, bilis negra) que como una manifestación cuantificable de una condición patológica. La noción de asignar un valor numérico a la temperatura corporal era inexistente, y la medicina se desenvolvía en un terreno dominado por la especulación y la experiencia subjetiva.

Sin embargo, el Renacimiento científico, que floreció a partir de la segunda mitad del siglo XVII, trajo consigo una transformación radical en la aproximación al conocimiento. Inspirados por figuras como Galileo Galilei, quienes revolucionaron la astronomía y la física con el método experimental, otros pensadores comenzaron a aplicar principios similares al estudio del cuerpo humano. Surgió entonces la imperiosa necesidad de desarrollar herramientas que pudieran “leer” lo imperceptible, como el calor, la presión o el pulso. En este contexto de efervescencia intelectual, la idea de un dispositivo capaz de medir objetivamente la temperatura corporal comenzó a gestarse, aunque para muchos de la época, esta posibilidad parecía una quimera.

Uno de los pioneros más destacados en esta empresa fue el médico italiano Santorio Santorio (1561-1636). Firmemente convencido de que todo lo que se podía medir en el mundo exterior —como el tiempo o la distancia— también debería ser susceptible de medición dentro del organismo, Santorio dedicó gran parte de su vida a la invención de aparatos para cuantificar funciones corporales. Su obra incluyó balanzas para determinar la pérdida de peso durante la digestión y relojes para registrar el ritmo cardíaco. Pero, sin duda, su contribución más célebre fue el “termoscopio”, considerado el precursor directo del termómetro clínico moderno.

El termoscopio de Santorio, aunque carecía de la escala numérica que hoy asociamos a los termómetros, era un ingenio notable para su época. Consistía en un tubo de vidrio con un bulbo en un extremo, y lo más sorprendente era el líquido que contenía: vino tinto. La elección de esta bebida no fue aleatoria; Santorio argumentó que el color oscuro del vino facilitaba la observación de sus movimientos dentro del tubo, y su contenido alcohólico le confería un punto de congelación más bajo que el agua, lo que lo hacía funcional en climas fríos. El principio era simple: el volumen del vino cambiaba visiblemente en respuesta al calor, ascendiendo o descendiendo en el tubo según la temperatura de la persona que sostenía el bulbo.

A pesar de su naturaleza rudimentaria, el termoscopio de vino de Santorio representó un avance sin precedentes. Por primera vez, los médicos podían comparar temperaturas entre distintos pacientes o incluso en diferentes momentos del día de un mismo individuo, trascendiendo la mera apreciación subjetiva. Este invento fue un punto de inflexión, marcando la transición de una medicina basada en la intuición a una fundamentada en la observación y la medición cuantificable. El camino hacia la precisión termométrica estaba abierto.

El legado de Santorio no tardó en ser recogido y mejorado por otros científicos. El propio Galileo desarrolló su propio termoscopio, y más tarde, figuras como Daniel Fahrenheit y Anders Celsius dieron pasos gigantescos al introducir escalas de medición estandarizadas y emplear sustancias más estables. Fahrenheit, en el siglo XVIII, fue pionero en el uso del mercurio, un metal líquido cuyas propiedades de expansión y contracción lo hacían ideal para registrar cambios de temperatura con mayor exactitud y legibilidad. El mercurio se convirtió en el estándar por más de tres siglos, hasta que las consideraciones de seguridad y los avances tecnológicos llevaron a la digitalización de los termómetros y a la incorporación de nuevas funcionalidades, como la conectividad a dispositivos móviles. Sin embargo, en la raíz de toda esta evolución tecnológica, subyace la audaz visión de un médico italiano que, con un tubo de vidrio y un poco de vino tinto, transformó la manera en que entendemos y medimos la fiebre.

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