Al contemplar el firmamento nocturno, nos cautivan las luces estelares y los cuerpos celestes distantes. Sin embargo, más allá de lo observable, el cosmos alberga un fenómeno enigmático: la radiación cósmica. Estas partículas energéticas, viajando a velocidades cercanas a la de la luz, son producto de eventos cósmicos cataclísmicos como explosiones estelares y erupciones solares. Constantemente bombardean nuestro planeta, infiltrándose en la atmósfera desde todas las direcciones.
A diferencia de la ficción, donde la exposición a la radiación cósmica confiere habilidades extraordinarias, en la realidad, estas partículas, aunque no otorgan superpoderes, poseen la capacidad de penetrar el cuerpo humano. En concentraciones elevadas, la radiación cósmica puede fragmentar el ADN y ocasionar daño celular, impactando directamente la integridad biológica.
La exposición sostenida a estas partículas cósmicas incrementa el riesgo de desarrollar afecciones graves como cáncer, cataratas y problemas en el sistema reproductivo. Además, puede interferir con la formación de nuevas neuronas en el cerebro. No obstante, la magnitud de la radiación y sus repercusiones en nuestra salud varían significativamente según la altitud y las estrategias de protección implementadas.
En nuestro planeta, la vida se resguarda de la radiación cósmica gracias a un sistema de protección natural: la atmósfera y el campo magnético terrestre. La atmósfera absorbe la mayor parte de la energía de la radiación, permitiendo que solo una mínima fracción alcance la superficie. El campo magnético, originado por las corrientes eléctricas en el núcleo terrestre, actúa como un escudo vital contra la radiación espacial peligrosa. En promedio, los habitantes de la Tierra reciben una dosis anual de radiación de unos tres milisieverts. Sin embargo, esta cantidad se ve influenciada por la altitud. Cuanto mayor es la elevación, menor es la protección atmosférica, exponiendo a las personas a niveles de radiación más elevados, como se observa en ciudades ubicadas a gran altura.
Al ascender en un avión y alcanzar altitudes elevadas, nos acercamos a las partículas cósmicas de alta energía. Aunque la dosis de radiación que un pasajero recibe en un único vuelo es mínima, el personal de aviación, debido a su constante exposición, experimenta niveles significativamente mayores. Estudios revelan que esta exposición contribuye a problemas de salud ocupacional y un riesgo incrementado de cáncer en las tripulaciones. A pesar de esto, la protección que ofrecen el campo magnético terrestre y la atmósfera sigue siendo considerable, mitigando los daños más severos.
Una vez fuera de la atmósfera terrestre, los viajeros espaciales se enfrentan a niveles de radiación cósmica considerablemente elevados. Los astronautas en la Estación Espacial Internacional (EEI) reciben en una semana la misma radiación que una persona en la Tierra en un año. Para misiones más allá, como a Marte, la exposición sería aún mayor. Por ello, las agencias espaciales han propuesto límites de radiación acumulativa para la carrera de un astronauta. Investigaciones han demostrado que un viaje de ida y vuelta a Marte equivaldría a una dosis de 0,66 sieverts, similar a 660 radiografías de tórax. La atmósfera marciana, mucho más delgada que la terrestre, ofrece poca protección. Ante esto, se están explorando diseños de naves con escudos de agua o materiales ricos en hidrógeno, así como la construcción de hábitats subterráneos en Marte para proteger a los astronautas. La radiación cósmica es un obstáculo crucial en los viajes interplanetarios, impulsando la colaboración entre médicos, físicos, ingenieros y psicólogos para desarrollar soluciones innovadoras, incluyendo medicamentos que mitiguen sus efectos. A pesar de los avances, aún se requiere más conocimiento para salvaguardar a los humanos en las fronteras del cosmos. Si no tienes planes de viajar al espacio, puedes estar tranquilo: los efectos negativos en tu salud serán mínimos y no adquirirás superpoderes por la radiación cósmica.