En los anales de la historia, ciertos episodios brillan por su singularidad y audacia. Uno de ellos tuvo lugar en la vibrante Cartagena de 1873, un tiempo de efervescencia política y social en España. La proclamación de la Primera República desencadenó una serie de eventos inesperados que pondrían a prueba los límites de la autonomía y la identidad. En este contexto de búsqueda de independencia y desafíos al poder central, la ciudad portuaria de Cartagena se erigió como un faro de resistencia, protagonizando anécdotas que, hoy en día, siguen suscitando asombro y debate. Desde el curioso izado de un estandarte extranjero hasta la audaz petición de protección a una nación transatlántica, la historia del cantón de Cartagena es un fascinante relato de ideales federalistas y estrategias desesperadas.
En el febril mes de febrero de 1873, tras la proclamación de la Primera República Española, una ola de movimientos federalistas se extendió por el país. Sin embargo, en la estratégica ciudad de Cartagena, en la Región de Murcia, la situación tomó un giro inesperado. Los insurrectos locales, buscando una autonomía más allá de lo debatido en las Cortes, proclamaron la independencia del Cantón Federal, desafiando directamente al gobierno central.
El 12 de julio, en un gesto simbólico de ruptura con el Estado, los sublevados de Cartagena decidieron izar una bandera que representara su recién adquirida soberanía. Eligieron el histórico castillo de Galeras como escenario para este acto trascendental y optaron por un estandarte de color rojo. No obstante, una circunstancia peculiar se presentó: la única bandera de tonalidad roja disponible resultó ser una bandera turca, con su distintiva media luna y estrella blancas. Este hecho no pasó desapercibido. Un comandante del ejército, perplejo por la imagen, alertó de inmediato al ministro de Marina mediante un telegrama que rezaba: “El castillo de Galeras ha enarbolado bandera turca”. La situación, que podría haber resultado cómica, tomó un matiz dramático cuando uno de los voluntarios, en un acto de extrema devoción, tiñó de rojo las partes blancas con su propia sangre. Afortunadamente, la normalidad regresó poco después, cuando se logró izar una bandera completamente roja en el Ayuntamiento, sin recurrir a tales sacrificios.
El ímpetu del movimiento federalista, a pesar de sus inicios prometedores en algunas ciudades, fue sofocado rápidamente por el ejército republicano en la mayoría de los lugares. Murcia, por ejemplo, cayó en apenas un mes. Pero Cartagena, gracias al control estratégico que los cantonales ejercían sobre la marina, resistió valientemente durante varios meses. Incluso llegaron a acuñar su propia moneda, el célebre “duro cantonal”. Sin embargo, al llegar el otoño, la situación se tornó insostenible. El asedio del ejército republicano se intensificaba, y la derrota parecía inminente. Fue en este momento crítico cuando los líderes del Cantón idearon una estrategia extraordinaria y sin precedentes: izar la bandera de los Estados Unidos con la esperanza de disuadir los bombardeos.
Para que este plan tan singular tuviera alguna posibilidad de éxito, era imperativo obtener una autorización formal. Roque Barcia, quien ejercía como jefe del gobierno cantonal, redactó una misiva dirigida directamente al presidente de los Estados Unidos, Ulysses S. Grant. Esta carta fue entregada a través del embajador estadounidense en Madrid. Aunque este acontecimiento ha sido interpretado históricamente como el deseo de Cartagena de unirse a los Estados Unidos, la verdad era más matizada. La carta no solicitaba la anexión, sino la autorización para ondear el estandarte estadounidense “como medio último de salvación”, una medida desesperada para proteger la ciudad y detener la implacable ofensiva republicana.
La carta de Barcia llegó a manos del presidente Grant, quien prometió considerar la petición. Sin embargo, su respuesta, si alguna vez llegó, lo hizo demasiado tarde. El 12 de enero de 1874, tras un devastador bombardeo que dejó gran parte de la ciudad en ruinas, Cartagena se vio obligada a rendirse. Así concluyó la historia de este singular experimento cantonal. La intención real de los dirigentes cantonales, de integrar Cartagena en los Estados Unidos, es poco probable. Todo apunta a que su objetivo era utilizar el símbolo norteamericano como un escudo protector, no como un camino hacia la integración. El impacto que una respuesta afirmativa de Grant habría tenido sigue siendo una fascinante incógnita histórica. La carta de Cartagena, un eco de desesperación y astucia política, nunca obtuvo una respuesta que cambiara su destino.
La excepcional historia del Cantón de Cartagena, con sus audaces intentos de autonomía y sus estrategias poco convencionales, nos ofrece una profunda reflexión sobre la resiliencia humana y la complejidad de los movimientos políticos. Este episodio, marcado por el inesperado izado de una bandera turca y la sorprendente solicitud de protección a los Estados Unidos, subraya cómo, en momentos de crisis extrema, las comunidades pueden buscar soluciones imaginativas y, a veces, insólitas. Nos enseña que la historia no es un camino lineal, sino un entramado de eventos imprevistos y decisiones arriesgadas que, incluso en la derrota, dejan una huella indeleble. La capacidad de Cartagena para resistir y su ingenioso intento de buscar apoyo internacional revelan un espíritu inquebrantable, recordándonos que, en la lucha por la libertad y la identidad, a menudo se encuentran los relatos más cautivadores.