En el ocaso del siglo XIX, la poderosa monarquía española, que en el siglo XVI había extendido sus dominios por los continentes, se aferraba a sus últimas posesiones de ultramar: Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Estas colonias eran los vestigios de un vasto imperio que España, debilitada por conflictos internos, luchaba por conservar. En Filipinas, en 1896, una insurrección liderada por Emilio Aguinaldo prendió la mecha de la rebelión. Aunque España logró contener inicialmente el levantamiento y deportar a Aguinaldo a Hong Kong, la intervención estadounidense en 1898 reavivó la insurgencia, llevando a la pérdida de estas posesiones tras la guerra hispano-estadounidense.
Baler, una tranquila localidad filipina de 1.700 habitantes en la costa oriental de Luzón, se convirtió en un inesperado epicentro de resistencia. A finales de 1897, tras una escaramuza, una fuerza expedicionaria española restableció el control. Posteriormente, un destacamento de 50 soldados fue enviado para asegurar la paz. Sin embargo, con el estallido de la guerra hispano-estadounidense en abril de 1898, Baler quedó aislada. Ante la amenaza inminente de los rebeldes tagalos, la guarnición española se fortificó rápidamente en la iglesia local, transformándola en un bastión inexpugnable. La iglesia, con sus robustos muros, fue adaptada para la defensa, con trincheras y aspilleras, y se preparó para un asedio prolongado, excavando un pozo y construyendo un horno de pan.
El 30 de junio de 1898, el capitán Enrique de las Morenas y 54 soldados, junto a tres religiosos, se encerraron en la iglesia de Baler. Al día siguiente, los rebeldes les exigieron la rendición, informándoles de la aplastante derrota de la flota española frente a los estadounidenses. Sin embargo, los defensores se negaron rotundamente a creer las noticias, interpretándolas como una estratagema. Esta incredulidad marcó el inicio de un asedio de 337 días, durante el cual los filipinos intentaron negociar hasta nueve veces, siempre sin éxito. La tenacidad de los españoles los llevó a desestimar la realidad de la pérdida de su imperio.
Inicialmente, los insurgentes filipinos bombardearon intensamente la iglesia. A pesar de su superioridad numérica y su dominio del terreno, sus limitadas armas de fuego y un cañón de pequeño calibre no lograron abrir brechas significativas. Los filipinos recurrieron entonces a tácticas de guerra psicológica, como ruidos constantes, canciones de mujeres y exhibiciones provocadoras para minar la moral de los sitiados. A lo largo del asedio, hubo deserciones, pero la mayoría de los defensores se mantuvieron firmes. Aunque solo dos soldados murieron por heridas de bala, las enfermedades, especialmente la disentería y el beriberi debido a la malnutrición y el hacinamiento, cobraron un alto precio, causando la muerte de 15 hombres, incluidos los oficiales. El teniente Saturnino Martín Cerezo asumió el mando y organizó salidas nocturnas para buscar alimentos frescos y ventilar el recinto, lo que mejoró la salud de los supervivientes.
La Navidad de 1898 fue un momento de melancolía y celebración forzada para los sitiados. Sin saberlo, el gobierno español había firmado un tratado de paz con Estados Unidos, cediendo Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Los filipinos, ahora alzados contra la ocupación estadounidense, redoblaron sus esfuerzos para convencer a los defensores de Baler de la inutilidad de su resistencia. Incluso un buque estadounidense intentó contactar con la guarnición, pero los filipinos lo impidieron, lo que llevó a los españoles a creer erróneamente que la ayuda estaba en camino. A finales de mayo, un último intento filipino de inutilizar el pozo de agua fue repelido. Un oficial español, enviado desde Manila, les proporcionó periódicos con la noticia del fin de la guerra, pero los sitiados los consideraron falsificaciones.
Ante la inminente escasez de provisiones y la imposibilidad de una fuga, el teniente Martín Cerezo, al fin convencido por los periódicos de la irreversible pérdida de los territorios españoles, decidió parlamentar. El 2 de junio de 1899, después de 337 días, la bandera española fue arriada en Baler. Los 33 supervivientes depusieron sus armas y fueron conducidos a Manila, para luego viajar en barco a Barcelona. Recibidos como héroes en España, su gesta fue un testimonio de la lealtad y el cumplimiento del deber. En una audiencia con la reina regente María Cristina, el teniente Martín Cerezo, con humildad, afirmó haber cumplido con su deber, a lo que la reina respondió con una frase que resonaría en la historia: "¡Ay, Martín!, si todos hubieran cumplido con su deber..."