En el desierto de Chihuahua, México, emerge Paquimé, un asombroso enclave arqueológico que floreció entre los siglos IX y XV. Este sitio, declarado Patrimonio Mundial por la UNESCO, es un testimonio de la avanzada cultura Casas Grandes, destacando por sus edificaciones de adobe, puertas en forma de “T” y un ingenioso sistema de canales. Aunque explorado por Francisco de Ibarra en el siglo XVI, su estudio sistemático comenzó en la década de 1950 bajo la dirección de Charles C. Di Peso, quien reveló su magnitud con más de 2,000 estructuras. Paquimé no solo fue un centro habitacional, sino también un nudo comercial vital, conectando diversas regiones a través del intercambio de bienes como conchas marinas y turquesas. Si bien la hipótesis inicial sobre su rol como gran centro pochteca ha evolucionado, se mantiene su relevancia como parte de la Gran Chichimeca, con su declive atribuido a factores ambientales más que a conflictos. A pocos kilómetros de estas ruinas, el pueblo de Mata Ortiz se ha convertido en un vibrante epicentro de renacimiento cultural. Gracias al visionario alfarero Juan Quezada, quien de joven redescubrió y dominó las técnicas cerámicas prehispánicas de Paquimé, la comunidad ha transformado la alfarería en un sustento económico y una expresión artística. Lo que comenzó como un esfuerzo individual por replicar antiguas vasijas, con el tiempo atrajo la atención de coleccionistas y arqueólogos, revitalizando un oficio casi olvidado y dotando de nueva vida a Mata Ortiz. Hoy, cientos de familias en Mata Ortiz prosperan gracias a este arte, creando piezas que, si bien rinden homenaje a los diseños ancestrales, incorporan la identidad única de cada artesano. Este florecimiento no solo ha impulsado la economía local, sino que también ha fortalecido el vínculo de la comunidad con su patrimonio histórico, demostrando cómo el arte puede ser un puente entre el pasado milenario y el presente vibrante, ofreciendo a los visitantes una ventana excepcional a una tradición restaurada.
En la vasta extensión del noroeste de México, dentro del estado de Chihuahua, se erige el sitio arqueológico de Paquimé, un lugar de singularidad excepcional en Mesoamérica. Contrario a las grandes urbes mayas, esta comunidad, arraigada en la cultura Casas Grandes, prosperó en un entorno árido desde el siglo IX hasta el XV. Reconocido como Patrimonio Mundial por la UNESCO en 1998, Paquimé asombra por su distintiva arquitectura de adobe, caracterizada por edificaciones de múltiples pisos, entradas con forma de “T” y un sofisticado sistema de distribución de agua que aseguraba su abastecimiento.
El conquistador español Francisco de Ibarra fue el primer europeo en documentar sus ruinas en 1565, y sus crónicas detallan la admiración por las construcciones de hasta siete niveles, sus patios empedrados y paredes decoradas con vivos pigmentos. No obstante, el lugar permaneció en el olvido por siglos hasta que, entre 1958 y 1961, el arqueólogo estadounidense Charles C. Di Peso emprendió excavaciones exhaustivas, desvelando el 42% del yacimiento. Di Peso identificó aproximadamente 2,000 espacios destinados a viviendas, talleres y actividades ceremoniales, destacando la Casa del Pozo, con más de 300 habitaciones y una cisterna central. Paquimé también se distinguió como un dinámico centro comercial, como lo demuestran los hallazgos de millones de conchas marinas procedentes del Pacífico, turquesas, vasijas de regiones cercanas y guacamayas traídas desde Veracruz. Esta evidencia subraya una extensa red de conexiones que unía el norte de México con el suroeste de lo que hoy es Estados Unidos y áreas del corazón de Mesoamérica. Aunque Charles Di Peso propuso inicialmente que Paquimé funcionó como un gran centro mercantil vinculado a los pochtecas, comerciantes de larga distancia del centro de México, investigaciones más recientes han matizado esta visión. Si bien se reconoce que Paquimé era parte de un extenso entramado cultural conocido como la Gran Chichimeca, hoy se considera que su influencia territorial fue más limitada, y su abandono se atribuye a alteraciones medioambientales que propiciaron su despoblación, en lugar de un ataque.
A escasa distancia de Paquimé, a unos 24 kilómetros, el pueblo de Mata Ortiz ha forjado una asombrosa historia de continuidad cultural en tiempos recientes. Este renacimiento es obra de Juan Quezada (1940-2022), quien a la edad de 14 años, de manera fortuita, descubrió una cueva con piezas de cerámica ancestrales vinculadas a la cultura de Paquimé. Impresionado por la belleza y la técnica de estas vasijas, Quezada se embarcó en un viaje autodidacta para desentrañar los secretos de la alfarería prehispánica. Dedicó años a aprender las técnicas milenarias, desde la recolección de arcilla de las montañas cercanas, el modelado a mano, la preparación de pigmentos minerales, la fabricación de pinceles con cabello humano, hasta el horneado en hornos al aire libre. En la década de 1970, con sus habilidades ya perfeccionadas, Quezada comenzó a comercializar sus obras en mercados locales. En aquel momento, Mata Ortiz se encontraba en un período de declive económico, acentuado por la interrupción del servicio de ferrocarril, que había sido el motor económico de la región, y por la creciente despoblación.
El destino del pueblo dio un giro cuando el arqueólogo estadounidense Spencer MacCallum, cautivado por la originalidad de las creaciones de Quezada, le ofreció dedicarse por completo a su arte con un salario fijo. Pese a la reticencia inicial de su familia, Quezada aceptó la propuesta. Año y medio después, con más de ochenta piezas terminadas, él y MacCallum iniciaron una gira por museos y galerías de arte en Estados Unidos, logrando que el negocio prosperara. Actualmente, más de doscientas familias en Mata Ortiz subsisten gracias a la alfarería. Aunque las piezas se inspiran en los diseños geométricos y simbólicos de la antigua Paquimé, cada artesano incorpora su sello distintivo, lo que convierte cada vasija en una obra de arte única. Este rescate de una tradición ancestral no solo ha impulsado la economía local, sino que también representa un ejemplo sobresaliente de recuperación cultural, donde el arte contemporáneo dialoga de manera armoniosa con las profundas huellas del pasado prehispánico. Hoy en día, tanto Paquimé como Mata Ortiz ofrecen experiencias enriquecedoras a los visitantes: el sitio arqueológico cuenta con un itinerario bien señalizado y un Museo de las Culturas del Norte, que alberga hallazgos y una maqueta detallada de la antigua ciudad. En Mata Ortiz, los talleres de los artesanos están abiertos al público, permitiendo observar el meticuloso proceso de creación. Además, el Hotel Las Guacamayas, con su arquitectura inspirada en Paquimé y una galería de cerámica local, ofrece un alojamiento temático que rinde homenaje a la importancia cultural de las aves en la antigua civilización.