En los anales de la historia militar, se narra un sorprendente suceso que pone de manifiesto la capacidad autodestructiva del miedo colectivo. Un ejército bizantino, tras lograr una victoria en el campo de batalla, se vio envuelto en una espiral de confusión y terror que lo llevó a su propia aniquilación. Esta inusual derrota, acaecida en la oscuridad de la noche, sirve como un crudo recordatorio de que, en ocasiones, el peor enemigo reside en la mente de los propios combatientes.
Durante el glorioso reinado del emperador Constantino VII, en un momento de intensos conflictos fronterizos entre el Imperio Bizantino y el Califato Abasí, se produjo un evento sin precedentes en la región de Capadocia. Tras repeler con éxito una incursión árabe, las tropas bizantinas se preparaban para acampar victoriosamente en el campo de batalla al caer la noche. Sin embargo, la combinación de una oscuridad impenetrable y el agotamiento acumulado tras horas de feroz combate creó un caldo de cultivo para la tragedia.
A medida que la noche avanzaba, una visión inquietante emergió de la bruma: extrañas luces danzantes en la distancia. Lo que en realidad eran fuegos fatuos, producto de la descomposición de materia orgánica —un fenómeno natural perfectamente explicable por la ciencia moderna—, fue interpretado por la mentalidad medieval como «luces de muerto», atribuidas a almas errantes. La superstición comenzó a cundir entre las filas, pero la situación se agravó cuando algunos oficiales, presos del cansancio y la tensión, confundieron estas luces con las lámparas del enemigo árabe, imaginando un ataque masivo por la retaguardia. La orden de retirada, dada en medio de la confusión, desató un pánico incontrolable. En la penumbra, sin apenas visibilidad, los soldados, presas del terror, comenzaron a huir desorientados y, en su desesperación, incluso a agredirse entre ellos. Las crónicas de la época describen escenas dantescas de tropas precipitándose por barrancos para evitar una captura imaginaria, caballos desbocados arrollando todo a su paso y una masacre interna que convirtió una victoria pírrica en una doble derrota. Al amanecer, el paisaje era desolador: el enemigo había sido efectivamente rechazado, pero el ejército bizantino, o lo que quedaba de él, yacía diezmado, con gran parte de su infantería, caballería ligera y numerosos oficiales de alto rango perecidos no por la espada enemiga, sino por el propio pánico.
Aunque algunos historiadores modernos cuestionan la veracidad de cada detalle de este relato, dada la ausencia de menciones específicas de batallas o ubicaciones en las crónicas originales, la historia resuena con una poderosa moraleja. Es posible que el cronista omitiera ciertos datos por razones desconocidas, o que la narrativa fuera construida a posteriori con información de segunda mano. Otra hipótesis, aunque menos probable, sugiere que se trata de un relato legendario, concebido como una advertencia atemporal sobre los peligros del pánico y la superstición. Este tipo de fábulas moralizantes eran comunes en la literatura medieval, donde la historiografía a menudo se entretejía con leyendas y tradiciones orales. Al final, la esencia del suceso perdura: la verdad, a veces, es menos importante que la historia que enseña una lección valiosa.